Hoy en el metro, a la altura de Tetuán, entró una señora vendiendo pulseras. Era joven, de unos cuarenta años, y esbelta; y con la cara de resignación de quienes no tienen más remedio, se paseaba por el vagón mientras, en voz baja, explicaba a los viajeros esa cancioncilla tantas veces oída y tan pocas escuchada: en la calle, haciendo pulseritas con su hijo - en este caso ausente - para ganar unos euros al día con los que vivir.
La desesperación en su rostro, la vergüenza en su voz, se transforman en una sonrisa forzada dirigida a dos niños que se interesan por los brazalentes.
Con un euro en la mano voy hacia ella con intención de comprarle cualquiera, pero una vez ahí me detengo a mirarlas todas. "Que crea que me gustan" - pienso - "que no lo hago por compasión".
Hay agradecimiento en su mirada. Y yo me siento distinta, alegre y desolada al mismo tiempo. Y pienso que probablemente es así como se sienten aquellos que, tantas veces en vano, dedican su vida a intentar ayudar a quienes nunca tendrán nada.
miércoles, 22 de diciembre de 2010
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