El cerebro es nuestro bien más preciado. Él lo sabe y como tal trata de cuidarse y mantenerse a salvo, sano y cuerdo, ante todo los problemillas y problemones de la vida cotidiana. Así, se inventa diferentes técnicas para sortear sin pena ni gloria todos los contratiempos que se nos ponen por delante.
Y es precisamente de ahí de donde viene su gran problema - nuestro gran problema - , el cerebro es autodidacta, y normalmente no suele estar muy acertado a la hora de elaborar planes de acción. Así, nos pasamos los primeros 25 años de nuestra vida convirtiendo el dolor en ira, e imaginando todo tipo de calamidades con el único objetivo de pensar en cómo librarnos de ellas (el famoso método del "Y si....").
De este modo, poco a poco y sin comerlo ni beberlo, creamos un monstruo: un cerebro maquinador de desgracias, un genio de las películas de terror donde uno no puede salir de su casa imaginaria sin ser atropellado, discutir con su padre/madre/hijo/hermano/hermano-siamés-malvado, y ser despedido injustamente por una conspiración interna maquinada por el jefe/barra/asesino-en-serie-los-fines-de-semana.
Este suceso se llama comunmente "Bola de nieve infinita del mal rollo", y cuando queremos darnos cuenta, hemos acostumbrado tan bien a nuestro cerebro durante décadas a esta línea de pensamiento que ha llegado a sentirse cómodo ahí.
En este punto, a los 25 años y con dos psicoanalistas a las espaldas, es cuando decidimos aferrarnos a la cabezología, y dialogar nosotros mismos con nuestro cerebro por las buenas y por las malas, para ver si dentro de otros 25 años somos capaces de vivir tan sólo los problemillas y problemones de la vida cotidiana, borrando las calamidades imaginarias para por fin dejar hueco a la felicidad en nuestro interior.